Es posible que nos comencemos a dejar llevar por la rutina, por las prisas y preocupaciones, que si bien es cierto que todos tenemos obligaciones y compromisos mucho de lo que vivimos tomará un hermoso sentido cuando renovamos en nuestros corazones los ideales que nos mueven como pueden ser: El amor por la familia, el deseo de construir una sociedad mejor, el desarrollarnos como mejores personas y para quien tiene fe ¡Hacer caso a la voz de Dios!.
En un mismo trabajo y en unas mismas circunstancias las personas pueden tener en su corazón distintas actitudes y por ellos diferentes resultado en su interior ante esto recuerdo la siguiente reflexión del Sacerdote español José Luis Marín Descalzo (+1991) Cuyos libros recomiendo ampliamente, leamos su mensaje:
"El viajero se acercó a un grupo de trabajadores en una cantera y preguntó al primero: «¿Qué estás haciendo?» «Ya ves -respondió-, aquí, sudando como un idiota y esperando a que lleguen las ocho para largarme a casa.» «¿Qué es lo que haces tú?», preguntó al segundo. «Yo -dijo- estoy aquí ganádome mi pan y el de mis hijos.» «Y tú -preguntó al tercero--, ¿qué es lo que estás haciendo?» «Estoy -respondió el tercero- construyendo una catedral.»
He pensado muchas veces en esta vieja historia, porque realmente los hombres no hacemos lo que materialmente realizan nuestras manos, sino aquello hacia lo que camina nuestro corazón. Y así es como tres canteros pueden picar las mismas piedras, pero mientras uno las convierte en sudor, otro las vuelve pan y un tercero eternidad.
Por eso pienso que habría que reivindicar mucho más el «sentido» de las cosas que las cosas mismas; habría que preguntarse mucho más por la dignidad interior del trabajador que por el valor material del trabajo.
Me temo que esa dignidad de la obra bien hecha, porque es una obra amada, sea algo que se esté muriendo en nuestro tiempo. La vida se nos ha vuelto tan monetarista, que al final ya cuenta únicamente su rendimiento y no su perfección y plenitud. Quién más, quién menos, todos trabajamos porque ése es nuestro oficio, porque de eso vivimos o tal vez porque no tenemos otra cosa de qué vivir. Pero ¿dónde está el amor a la propia obra, el esfuerzo por hacer el oficio bien, aunque luego nadie aprecie su calidad? El demonio de la prisa ha hecho presa en nosotros. La chapuza se ha vuelto el ideal de la obra perfectamente cómoda.
Le dices a un muchacho: «Aprovecha el verano para leer.» Y te contesta: «Y eso, ¿para qué me sirve?» Después añade: «La vida es corta y hay que aprovecharla para divertirse.» Con lo que naturalmente no consigue alargarla, pero logra que sea, además de corta, estrecha.
Todo en nuestra civilización incita a la facilidad, a la mediocridad. Recuerdo que hace años a no sé qué genio publicitario se le ocurrió promover la lectura con un grotesco lema: «Un libro ayuda a triunfar.» ¿A triunfar? A mí, Lope de Vega nunca me ayudó a triunfar. Me ayudó a ser feliz, a entender el mundo y la vida, a empaparme en el gozo de una vida más honda. Pero ¿a triunfar? A eso ayudan -dicen- los automóviles de lujo, las colonias que embriagan con su perfume, quién sabe cuántas tonterías más. Yo prefiero los triunfos interiores, el aprender cada día a conocerme mejor, el estirar mi alma, el poder descubrir nuevos continentes humanos en los corazones de la gente, el esfuerzo diario por «ser» más.
A veces -ya lo sé- este afán por elevarse conduce a una cierta soledad. Recuerdo aquella historia del pájaro que llevaba un trozo de carne en el pico y que era perseguido por una bandada de cuervos que se lo disputaban. Cuando en uno de los giros de su huida la carne cayó al suelo, pronto se sintió solo, porque quienes le seguían no lo hacían por él, sino por la carne que llevaba. Y, al fin, pudo volar libre. Y solo. Y feliz.
Y así es cómo cada vez me convenzo más de que no hay sino una sola forma de genialidad: la concentración del alma en una sola empresa, la búsqueda apasionada de algo que se ama, dejando de lado las muchas tentaciones que a todos nos salen a derecha e izquierda.
Si todos los hombres amasen en serio su tarea -por pequeña que fuera- el mundo cambiaría. Si el zapatero hiciese bien sus zapatos por el placer de hacerlos bien; si el escritor luchara por expresarse plenamente, despreocupándose del éxito y del aplauso; si los jóvenes construyeran sus almas, no permitiéndose ni un solo descanso por la duda de si llegarán a emplearlas; si la gente amase sin preguntarse si su amor será agradecido; si los hombres ahondasen sus ideas y las defendiesen con nobleza sin preguntarse cuántos las comparten; si los políticos hicieran bien su oficio de servidores, despreocupándose de las próximas elecciones; si los creyentes fueran consecuentes con su fe, sin angustiarse por las modas de cada tiempo; si hombres y mujeres cuidasen sus almas la décima parte que sus vestidos y su aspecto; si los canteros pensaran más en la catedral que construyen que en el sudor que les cuesta... ; si todo eso pasase ya no tendríamos motivo para quejamos de lo mal que va el mundo.
Y todos serían más felices. Porque creo que no he dicho que en la historia con que he abierto este articulo el viajero descubrió que el único cantero que sonreía era el que construía la catedral, sin preocuparse del sudor y olvidado del pan".
Extraído del Libro: "Razones para el Amor" del autor José Luis Martín Descalzo.
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