TEXTO Conferencia Magistral Dr. Piero Coda. Chiara Lubich: una “mística del nosotros” para vivir el cambio

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Chiara Lubich: una “mística del nosotros”para vivir el cambio.


 Conferencia Magistral. Mons. Piero Coda.
Universidad Pontificia de México.
29 de Junio 2017

1. La Iglesia está llamada a vivir hoy «una nueva etapa de la evangelización» que tenga como centro vivo una «mística del nosotros», expresión de la Iglesia Pueblo de Dios y comunión del Concilio Vaticano II.
El Papa Francisco, a partir de la Evangelii Gaudium, propone con fuerza este compromiso elevado y generoso en el cual deben converger todas las expresiones y energías del Pueblo de Dios.
Y la Carta Iuvenescit Ecclesia de la Congregación para la Doctrina de la Fe del pasado año, dirigida a los Obispos de la Iglesia Católica, remarca que en esta tarea «es más necesario que nunca reconocer y apreciar los muchos carismas que pueden despertar y alimentar la vida de fe del Pueblo de Dios» (n. 1).
El padre jesuita Juan Carlos Scannone ha remarcado, en particular, las nuevas pistas que se han abierto a partir de la espiritualidad de la unidad de Chiara Lubich.

«Para ésta – escribe, relacionando estas pistas con la espiritualidad de Santa Teresa y San Juan de la Cruz – (…) la celda juanina es el otro – y no la de un convento –, y la figura de “Jesús en medio” ayuda a comprender la comunidad eclesial y la de los focolares como comunidades en cuanto tales. Todos esos elementos podrán ayudarnos para iluminar los planteamientos del Papa Francisco cuando trata de la mística popular no como individual sino como comunitaria, sin dejar de ser personalísima».

En esta perspectiva, quisiera tratar de decir algo sobre la “mística del nosotros” que el carisma de Chiara Lubich ofrece a la Iglesia y al mundo hodierno, encuadrando el discurso en el marco de la visión eclesiológica contenida en la Iuvenescit Ecclesia.

2. Este documento nos ayuda a evidenciar en la conciencia y a implementar en la práctica de la vida cristiana aquel principio fundamental que el magisterio pontificio ha formulado siguiendo la línea del Vaticano II: «la co-esencialidad entre los dones jerárquicos y carismáticos» (cfr. n. 10).
La fórmula, nueva a nivel lingüístico, no lo es desde el punto de vista doctrinal: está debidamente fundada en las enseñanzas de la Lumen Gentium en los nn. 4 y 12 a propósito de la coexistencia en la vida y en la misión de la Iglesia de los dones del Espíritu Santo referidos al ministerio ordenado y de los dones libremente distribuidos por el Espíritu Santo en todo el Pueblo de Dios.
Dicha fórmula adquiere una relevancia renovada en relación al ministerio del Papa Francisco. Por un lado él llama al Pueblo de Dios a asumir responsablemente la forma sinodal de su identidad y de su misión, remarcando el significado del sensus fidei del que son investidos todos los bautizados.
Por el otro lado, él relanza el significado y el rol de la vida consagrada en la misión de la Iglesia, sea proclamando un año dedicado específicamente a ella, sea promoviendo la revisión del documento Mutuae relationes entre los obispos y los institutos de vida consagrada.
Es significativo que la Carta Iuvenescit Ecclesia haya sido promulgada en esta etapa de la “nueva evangelización”. Fundándose en un preciso reconocimiento bíblico de la temática de los carismas, en la eclesiología delineada por el Vaticano II, en la reflexión del magisterio pontificio postconciliar sobre las nuevas realidades eclesiales, el documento llega a delinear el cuadro teológico de referencia de la relación de los “dones jerárquicos” y de los “dones carismáticos” en cuanto tiene el mismo origen (el Espíritu de Cristo) y el mismo fin (el crecimiento y la comunicación del don de Dios a la humanidad en Cristo Jesús).
La cuestión de peso es que, al hacer eso, el documento reconoce con autoridad la adquisición de un peculiar momento en la maduración de la autoconciencia católica: el hecho que la entera vida y misión de la Iglesia es animada y promovida por obra del Espíritu Santo que hace presente a cada tiempo y a cada lugar el evento de Jesucristo a través de la sinergia, justamente, de los «dones jerárquicos» y de los «dones carismáticos».
Todo ello distingue desde el principio la experiencia de la Iglesia, pero «sólo recientemente se ha desarrollado una reflexión sistemática sobre ellos (los carismas)» (n. 9). Es así que hoy se puede afirmar que no sólo «los dones jerárquicos» sino también «los carismas auténticos deben ser considerados como dones de importancia irrenunciable para la vida y para la misión de la Iglesia» (n. 9). «Aunque estos últimos, como tales, no sean garantizados para siempre en sus formas históricas, la dimensión carismática nunca puede faltar en la vida y misión de la Iglesia» (n. 13).
En una magistral disertación presentada en el Congreso de los Movimientos Eclesiales y las Nuevas Comunidades del 1998, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, remarcaba que en la historia de la Iglesia se constata la existencia de la «permanente forma fundamental de la vida eclesial en la que se expresa la continuidad de los ordenamientos históricos de la Iglesia. Y se tienen siempre nuevas irrupciones del Espíritu Santo, que vuelven siempre viva y nueva la estructura de la Iglesia»[1].
Y seguidamente precisaba que se trataba de aquellas «oleadas de nuevos movimientos, que revalorizan continuamente el aspecto universal de la misión apostólica y la radicalidad el Evangelio, y que, por esto mismo, sirven para asegurar vitalidad y verdad espirituales a las iglesias locales».
Es ésta la experiencia vivida por la Iglesia a lo largo de los siglos: a medida que los dones carismáticos fruto de la imprevisibilidad y de la gratuidad de la irrupción del Espíritu Santo se han ido injertando en el tejido vivo de la Iglesia, a nivel universal y a nivel local, obedeciendo al discernimiento y a la guía de los Pastores.
Como evidencia la Iuvenescit Ecclesia, el Vaticano II no sólo remarca la multiforme y convergente acción del único Espíritu del Señor resucitado como principio y alma de los dones sea jerárquicos que carismáticos (cfr. Lumen Gentium, 4 y 12), sino que presenta a la Iglesia como evento de comunión en el cual todos los bautizados, cada uno por su parte y según su propio y específico estado de vida, participan activamente a la edificación del único Cuerpo en virtud de los dones del Espíritu.
Es más, el misterio de la comunión – como participación en la gracia a la vida de la Santísima Trinidad – se propone como el signo y el instrumento de la misión de la Iglesia en la historia (cfr. Lumen Gentium, 1). ¿No ha dicho Jesús: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35)? ¿Y no ha rogado él al padre «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17,21)?
La eclesiología del Pueblo de Dios y de la comunión, entonces, llama a dar un salto de calidad en la autoconciencia y en la configuración de la vida de la Iglesia. No se trata solo de conceder, bajo la guía de los Pastores, el aporte de las realidades carismáticas a la vida y a la misión de la Iglesia una por una.
Se trata de mantener en círculo los dones y de participar todos juntos en cuanto Pueblo de Dios – Pastores, consagrados y laicos, singularmente y asociados – al discernimiento de los caminos pastorales más aptos para el servicio del anuncio y del testimonio del Evangelio.
A tal fin – remarca el Papa Francisco – es crucial activar una conciencia y una práctica sinodal, en cuyo contexto, cada uno por su parte y con su rol específico, los dones jerárquicos y los dones carismáticos puedan mejor expresar su distinto y cooperante aporte.

3. ¿Cómo presentar el don que puede ofrecer el carisma de la unidad de Chiara Lubich en este marco?
Los caminos podrían ser muchos. Me dejo guiar de la sugestión del P. Scannone para intentar ilustrar lo específico de la “mística del nosotros” que constituye el núcleo del carisma de Chiara.
Lo hago sin proponerles una síntesis, que me parece siempre demasiado abstracta y lejana de la frescura del mensaje original. Prefiero leer con ustedes un texto en el cual, ya en 1949, vienen delineados los elementos decisivos de esta “mística del nosotros”.
Leo una página entera, después comento algunos puntos. Me detengo así en la dimensión de la “conversión de la mirada” que esta “mística del nosotros” obra en el corazón y en la mente. De ella se derivan una serie de comportamientos prácticos y sociales que dan relevancia al cambio al que somos llamados. Pero, repito – también conforme a las palabras del Papa Francisco – la cosa fundamental a partir de la cual todo parte es la conversión del corazón y de la mirada.
Estamos en 1949, a pocos años del fin de la segunda guerra mundial. Un mundo nuevo debe nacer de las ruinas. Chiara Lubich ha vivido, en las montañas del Trentino, en el norte de Italia, un verano de contemplación intensa en el cual ha experimentado, con sus primeras compañeras, la vida del Cielo, aquella de la Santísima Trinidad. Ahora advierte en el corazón, de parte de Jesús, la invitación: «así en la tierra como en el cielo». ¿Pero cómo vivir en la tierra la vida del Cielo? ¿Cuál es el camino?
Esto escribe:

«Los fieles que aspiran a la perfección normalmente tratan de unirse a Dios presente en su corazón.
Están como en un gran jardín florido y miran y admiran una sola flor. La miran con amor en sus detalles y en su conjunto, pero no suelen mirar tanto las otras flores.
Dios – por la espiritualidad comunitaria que nos ha donado – nos pide que miremos todas las flores porque en todas está Él, y de este modo, observándolas a todas, lo amamos más a Él que a cada una de las flores.
Dios que está en , que ha plasmado mi alma, que habita la Trinidad, está también en el corazón de los hermanos.
Por eso, no basta que yo los ame solo en mí. Si actúo así mi amor tiene todavía algo de personal y, dada la espiritualidad colectiva que he sido llamada a vivir, de egoísta: amo a Dios en mí y no a Dios en Dios, cuando la perfección es ésta: Dios en Dios.
De modo que mi celda, como dicen las almas íntimas de Dios, y mi Cielo, como decimos nosotros, está en mí, y como en mí, en el alma de mis hermanos. Y así como lo amo en mí, recogiéndome en mi propio Cielo – cuando estoy sola –, Lo amo en el hermano cuando está junto a mí-
Y entonces no amo solo el silencio, sino también la palabra, es decir la comunicación del Dios en mí con el Dios en el hermano. Y si los dos Cielos se encuentran, allí hay una sola Trinidad, donde los dos cielos están como Padre e Hijo y entre ellos está el Espíritu Santo.
Así pues, es necesario recogerse siempre, también en presencia del hermano, pero no evitando a la criatura, sino más bien acogiéndola en el proprio Cielo y recogiéndose uno mismo en su Cielo.
Y ya que esta Trinidad habita en los cuerpos humanos, ahí está Jesús: el Hombre-Dios.
Y entre los dos se da la unidad, donde somos uno, pero no estamos solos. Y ese es el milagro de la Trinidad y la belleza de Dios, que no está solo porque es Amor. (…)
Tenemos que dar la vida continuamente a esas células vivas del Cuerpo místico de Cristo – que son los hermanos unidos en su nombre – para reavivar el Cuerpo entero. (…)
Pero es necesario perder al Dios dentro de sí mismo por el Dios en los hermanos. Y esto lo hace quien conoce y ama a Jesús crucificado y abandonado.
Y cuando el árbol haya florecido – cuando el Cuerpo Místico esté completamente vivificado – reflejará la semilla de donde nació. Será todo uno, porque todas las flores serán un todo entre ellas como cada una es un todo consigo misma.
Cristo es la semilla. El Cuerpo Místico es la copa.
Cristo es el Padre del árbol: nunca ha sido tan verdaderamente Padre como en el abandono donde nos engendró como hijos suyos; en el abandono donde se anula a sí mismo, pero permaneciendo: Dios.
El Padre es la raíz del Hijo. El Hijo es la semilla de los hermanos.
Y fue también la Desolada quien, como corredentora, en el tácito consentimiento de ser Madre de otros hijos, arrojó esa semilla en el Cielo y el árbol floreció y florece continuamente en la tierra»[2].

En esta página, densa y poética, se evidencia que en la mística inspirada por medio de la Revelación del Dios trinitario cada persona (cada flor) vive en relación con Dios presente en la propia interioridad como Trinidad. 
Ahora bien, la mística trinitaria que el Espíritu Santo quiere para nuestro tiempo, como desarrollo de la anterior y como respuesta a los “signos de los tiempos”, invita a dar todavía un paso más: invita a «mirar todas las flores», porque en todos y entre todos habita la Trinidad.

4. Ello implica una conversión, de la mirada y de la práctica. La misma se explica, rápidamente, a través de cinco pasos.
a) Ante todo, hace falta partir desde un cambio de mirada: Dios Trinidad, como habita en mí, habita también en el corazón de los hermanos.
Viene así descripta, con palabras simples pero de profundo alcance, la consecuencia no solo antropológica sino también social que brota de la Revelación de Dios Trinidad.
Si, de hecho, Dios es Trinidad, es entonces, el Uno y su Otro juntos, en Comunión, porque Padre, Hijo y Espíritu Santo son cada uno Dios, en comunión de amor el Uno con los Otros; si Jesús ha venido a traer a la tierra esta vida («así en la tierra como en el cielo»), por lo cual debo amar al otro como a mí mismo, y debemos amarnos recíprocamente como Jesús nos ha amado; entonces, cada uno de nosotros está llamado a mirar no solo a Dios en sí mismo, sino – al mismo tiempo y del mismo modo – a Dios en el otro.
Se trata, entonces, de «transportarse» «al Dios en el hermano». No al Dios del hermano sino al Dios en el hermano: es menester aclarar que la relación al otro es vivida en Dios. Dios no es ni del hermano ni mío: pero nosotros somos en Él y de Él.

b) La consecuencia que emerge – segundo paso – es que estoy llamado a amar no solo el silencio sino también la palabra, o sea la comunicación de Dios en mí con Dios en el otro.
Se realiza enteramente (es la teléiosis, el cumplimiento del amor del que habla 1Jn), la dinámica puesta en movimiento por la Gracia. Dios es Abbá: comunicación de sí mismo al Otro de sí mismo, el Hijo, Jesús, y viceversa, en el Espíritu Santo. Así también nosotros, en Jesús, estamos llamados a comunicar en el Espíritu Santo la vida de Dios en nosotros y entre nosotros a todos.
La comunicación, de lo que se es y de lo que se tiene, es la ley de la vida de Dios y de la vida del hombre. La fórmula trinitaria de la existencia es: “yo soy (mí mismo) porque tú eres” y entonces “yo soy para que tú seas”, es decir “para que tú puedas llegar a ser tú mismo”.
Es un paso decisivo: «El cristiano que falta a sus obligaciones temporales – escribe el Vaticano II –, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación» (Gaudium et spes, n. 43). Esto es válido para cada uno individualmente, pero también es válido para los grupos sociales y las naciones.

c) Esta Trinidad – se evidencia en el tercer paso – vive in corpori umani, o sea en nosotros, sobre la tierra.
No hay sociabilidad humana sin corporeidad.
La relación hombre-mujer (en el sentido dado desde la página inicial del libro del Génesis) encarna, en forma paradigmática, este decisivo principio antropológico: la diversidad vive en la unidad, no solo manteniendo, sino también exaltando el valor de su diversidad encarnada y cultural.
La “carne”, por lo tanto, no va pisoteada o eliminada.
Esa carne, si puede tener un significado negativo (cuando se encierra en sí misma y se absolutiza), tiene antes que nada – en la lógica de la creación y de la redención – un significado positivo: es el “sacramento” a través de cual y por gracia del cual uno comunica sí mismo al otro.
¿No es por esto que el Verbo de Dios «se hizo carne» (Jn 1,14) y nos invita a «comer de su carne» para tener la vida por medio (dià) de Él como Él vive por medio del Padre (cfr. Jn 6,57)?
No se trata solamente de una mística del yo que se encuentra en Dios, y de Dios que habita en el yo. Es la «mística del nosotros» - como dice el Papa Francisco –, mística que pasa a través de la carne y que incluye al hermano. Es “mística de Dios en Dios”, escribe Chiara Lubich.
El espesor teológico de la experiencia es directamente proporcional a su espesor antropológico y cultural.

d) Y he aquí – cuarto paso – el “método”, o sea la “la vía y la llave”, para realizar esta comunicación (de Dios a Dios en Dios, de mí mismo al otro en Dios): perder, o sea donar totalmente, el Dios en sí por el Dios en el hermano.
Chiara Lubich, sintéticamente, da un nombre y un rostro a esta “vía” ya intuida por Francisco de Asís y por Juan de la Cruz: Jesús Abandonado. Es Jesús que, para reabrir y llevar a cabo la comunicación entre Dios/Abbá y los hombres, y entre hermano y hermano, se vacía de todo, también de Dios en sí – por amor.
Él no es solo el modelo que hay que seguir, sino también el “camino viviente” (cfr. Heb 10,20) que hay que vivir: vivir de Él para vivir como Él, para que Él viva en nosotros. Y para que así el amor de Dios pase a través de nosotros.
En concreto, ello significa que hace falta saber arriesgar, perder las propias seguridades para abrirse al encuentro con el otro, con los otros, y a la novedad que emana de esta relación y de este diálogo. Es, a fin de cuentas, la cultura del encuentro de la que habla el Papa Francisco.

e) De aquí, finalmente – último paso – la invitación a proyectar la mirada en lo alto, en lo profundo, hacia adelante.
El Cuerpo místico del que habla Chiara, con el lenguaje de la encíclica Mystici Corporis de Pío XII (estamos en 1949), es la Iglesia y es la Humanidad, o sea Cristo hombre universal.
El Hijo de Dios, de hecho, – explica, en el Vaticano II, la Gaudium et spes (n. 22) – haciéndose hombre, en cierto modo se ha unido a cada hombre. He aquí entonces la imagen del árbol uno con el que se concluye la página:
- El Padre es la raíz: no se ve, está escondido, pero desde abajo y desde adentro comunica todo de sí, comunica a todos la linfa de su vida.
- El Hijo hecho carne es el tronco de la humanidad nueva y una, con sus múltiples y distintas ramas.
- Y el Espíritu Santo, de tiempo en tiempo, poniendo en relación de amor a las ramas, produce la copa florida.
Pero es necesario que alguien haga de “partera” en este nacimiento y florecimiento de la humanidad nueva y una: he aquí María, figura de la comunidad eclesial en su rol también social y político, que debe participar activamente en la gestación de nuevas relaciones sociales informadas del amor de Dios.
¿Cómo no pensar en la Virgen de Guadalupe?
La gestación es siempre una cuestión “materna”. Hace falta dar forma a la capacidad de gestar y no simplemente de gestionar la vida eclesial y social: por lo tanto generar relaciones verdaderas y justas, para así luego poder ordenarlas en las complejas modalidades que exige el obrar político, económico, etc.


5. Tratemos en conclusión de delinear algunos comportamientos existenciales que califican esta “mística del nosotros”: la gratuidad, el hacerse el otro, el abandono de sí mismo, la pericóresis.

a) La gratuidad, ante todo. Es éste el íncipit siempre nuevo y el motor de la comunión trinitaria que hay que vivir en la Iglesia y en la sociedad.
Y hay que hacerlo en las dos direcciones que la caridad evoca: la del gratitud, o sea del reconocimiento del don por el cual cada uno se recibe por quien es, y la de la gratuidad, o sea del compartir el don que se es y que se tiene con los otros.
 Sin gratuidad no se activa el ritmo trinitario de la existencia.
En el lenguaje de Jesús es la experiencia de un Dios que es Abbá: «nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). La experiencia que Jesús transmite en su Espíritu es la de saberse y sentirse conocido por el Abbá, en el amor, hasta en las más íntimas fibras vitales del propio ser: «ustedes tienen contados todos sus cabellos» (Lc 12,7).
El conocimiento que Jesús tiene del Padre es un conocimiento que agradece y responde, un ejercicio del conocimiento de sí mismo y de los otros, y del mundo desde adentro de la experiencia por la cual uno se sabe y se ve conocido por Dios en el amor.
La gratuidad como experiencia filial del agradecimiento es el soplo de la gratuidad como experiencia fraterna que anima la comunión trinitaria en la Iglesia y en el mundo. «Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente» (cfr. Mt. 10,8).

b) “El hacerse el otro”. Es el amar al prójimo “como a sí mismo”, comprendido y puesto en práctica a la luz de la Trinidad que informa las relaciones de comunión entre las personas.
Estoy llamado a amar al otro como a mí mismo, porque realmente, no por un simple modo de decir, el otro en Cristo es yo mismo, siendo distinto de mí mismo. Como sucede en la Santísima Trinidad entre las Personas divinas. Hacerme el otro significa acogerlo en el espacio de mi yo y hacerle el don total de mí mismo.
Antonio Rosmini, ya en el ‘800, hablaba de “inaltrarsi”, hacerse el otro, para describir la relación con el otro como el movimiento libre y profundo de acogida de sí mismo en el otro, que implica la entrega de sí mismo sin reservas.

c) El abandono de sí mismo. Es el don de sí mismo llevado hasta el extremo: que implica el distanciarse de sí mismo, el olvido de sí mismo, el perder la propia vida para encontrarla del que habla Jesús (cfr. Lc 9,24; Jn 12,25)
Es la kénosis de la que habla San Pablo en el himno de Filipenses 2. Significa: vaciamiento, desnudamiento. Es el modo de pensar y obrar de Jesús al que los discípulos son llamados a hacer proprio. Indica el hacerse pobre para enriquecer a los otros de la propia riqueza a través del gratuito intercambio (cfr. 2Cor 8,9).
La kénosis designa el acto libre de amor con el cual Cristo, en la encarnación y en el sufrimiento obediente hasta la muerte de cruz, “se vacía” de su ser como Dios: y ello porque «no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente» (Fil 2,8)
En el texto de Chiara Lubich este comportamiento adquiere el rostro de Jesús abandonado, de Jesús que sobre la cruz grita ¿“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”. Es a Él a quien hay que mirar, es a Él a quien hay que revivir para vivir en la “mística del nosotros”.

d) La pericóresis. Es el último comportamiento al que me referiré.
Esta extraordinaria palabra del léxico trinitario, hoy nuevamente en uso, dice la reciprocidad en acto, la dinámica vital y siempre nueva de la comunión: por la cual cada uno, viviendo en-Cristo, habita en cierto modo en cada otro y lo acoge en sí.
Hablar de pericóresis, a nivel antropológico, significa proponer un paradigma renovado y más evangélico de la interioridad.
La interioridad designa de hecho el lugar, dentro de la persona humana, en el cual el yo vive en relación con Dios, el “castillo interior” en el cual habita Jesús y por Él la Santísima Trinidad.
¿Pero una vez que Jesús viene a habitar donde dos o más están reunidos en su Nombre (cfr. Mt 18,20), esa no se convierte en aquella que el Papa Francisco llama “interioridad ensanchada”?
La describe así:

«Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios» (EG, n. 272).

Mística, entonces, sin duda: en cuanto se trata de experiencia personal de Dios. Pero de Dios allí donde Él, en Jesús, ha venido y viene aún. En la carne del otro y en la relación entre nosotros en Él.
A partir de aquí, una consecuencia formidable: «el realismo de la dimensión social del Evangelio» (EG n. 88). «Dios, en Cristo – remarca el Papa Francisco –

no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres»[3]. Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y todos los vínculos sociales: «El Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables». La evangelización procura cooperar también con esa acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del Evangelio reconocemos la íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción evangelizadora» (EG n. 178).

La mística del Dios viviente, en Jesús, no arrebata el yo de la historia para abandonarlo en el indefinido sin rostro: sino que es la linfa que hace circular la sangre de Dios en la carne del mundo para iluminar el rostro de cada hermano, empezando desde quien es más pobre y descartado.

***
En una palabra, el paso definitivo que hay que dar para vivir la “mística del nosotros” es simple y decisivo: «aprender siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro» (EG n. 169)
Ese “otro” que, en el versículo bíblico al que aquí se hace referencia es Aquel que en seguida (cfr. Ex 3,14) revelará, custodiándolo en el misterio, su Nombre: para entregarlo, al final, en la plenitud de los tiempos, a la carne de Jesús y de los hermanos.
Porque en este Nombre todos podemos experimentar desde ahora mismo, en el “ya, pero todavía no” del tiempo, el hogar que a todos, junto a la creación, nos acoge por siempre.
¿No ha pedido Jesús al padre: «Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos (…) –yo en ellos y tú en mí– para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste» (Jn 17,6a.23)?

Piero Coda





[1] J. Ratzinger, I movimenti ecclesiali e la loro collocazione teologica, in Pontificium Consilium pro Laicis, I movimenti nella Chiesa. Atti del Congresso mondiale dei movimenti ecclesiali, [Roma 27-29 maggio 1998], Città del Vaticano 1999, rispettivamente pp. 25 e 39).
[2] C. Lubich, La doctrina espiritual. Mirar todas las flores (2005), pp. 68-70
[3] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 52.

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