Papa Francisco: cuatros palabras para una Iglesia “en salida”
Conferencia magistral. Mons. Piero Coda.
Universidad Pontificia de México.
29 de junio de 2016.
Como dijo Papa
Francisco: «Hoy no vivimos una época de cambios, sino un cambio de época. Las
situaciones en las cuales vivimos hoy nos llevan hacia nuevos desafíos que para
nosotros, a veces se muestran incluso difíciles de comprender. Este nuestro
tiempo piden de vivir los problemas como desafíos y no como obstáculos: el
Señor es activo y operante en el mundo» (Florencia, diez de noviembre 2015).
Por esto hay que acoger
la mirada de la fe en el Dios «rico de misericordia» (Ef 2,4) que nos muestra
su rostro en el Hijo suyo Jesús crucificado y resucitado.
Es el que hoy derrama
sin medida el Espíritu de la paz, de la justicia, de la fraternidad en nuestros
corazones y en el corazón de cada hombre.
Hay que acogerla,
la mirada que el Señor Jesús nos comunica, hay que hacerla nuestra, hacer que
se transforme en la mirada con la cual leemos nuestra existencia, la de los
hermanos y la historia del mundo.
«La misericordia
de Dios es su responsabilidad hacia
nosotros», escribe el Papa Francisco (Misericordiae
V n.9). De esta responsabilidad «de amor, que llega hasta el perdón y al
don de si, la Iglesia se hace hoy sierva y mediadora entre los hombres» (Ibid.,
12). También por medio de nosotros!
1. Papa
Francisco y la ora de la Iglesia para el mundo
Es fundamental detenerse
a meditar con atención, en espíritu de oración y de comunión con Jesús y entre
nosotros, sobre el mensaje que el Espíritu Santo hoy envía a la Iglesia por
medio del ministerio del Papa Francisco.
Por esto se nos
pide un robusto ejercicio de discernimiento. El peligro, pues, es de
empequeñecer la portada de este pontificado. Sea en el sentido – minoritario en
verdad, y ajeno a nosotros – de considerarlo
como un paréntesis de poner en archivo muy pronto; sea – y es la tentación más sutil – de quedarse en
la superficie de las cosas, de valorizar la capacidad de incidir y la toma de un estilo y de una presencia, pero de no saber
entender lo que realmente está en juego.
Que, yo pienso, sea
esto. Después de cincuenta años del ultimo Concilio, hemos entrado en una nueva
etapa del camino bis milenario de la Iglesia, en el cual el Vaticano II marca
una etapa providencial.
Paolo VI (sexto) decía
que (el Concilio Vaticano II) era tan importante como el Concilio de Nicea,
otros han ido más lejos, hasta a llegar al, así dicho, Concilio de Jerusalén.
Esto significa que
– en el Vaticano II como en Nicea y en Jerusalén – lo que estaba en juego eran,
una vez más, la identidad y la misión del evento de Jesús Cristo, por medio de
su Iglesia, en la historia del mundo: es decir el desplegarse en nuestro aquí y
en nuestro ahora, del diseño de amor de Dios hacia la humanidad y la creación
que, en el Señor Jesús, encuentra su centro vivo y escatológicamente decisivo.
Francisco – el
primer Papa del post concilio que no participó al Vaticano II – no mira atrás, preguntándose
sobre la dimensión de continuidad con la Tradición precedente que el Vaticano
II manifiesta, sin duda, en su obra de reforma.
Él mira adelante:
la recepción del Vaticano II es para él un hecho cumplido en la conciencia de
la Iglesia, según la hermenéutica de la «reforma» es decir de la «renovación en
la continuidad», que ha sido lanzada por Benedicto XVI (décimo sexto) en su
primer saludo navideño a la Curia Romana, el 22 de diciembre 2005.[1]
En esta lógica,
Papa Francisco vive el Concilio como un punto de llegada, cierto, del camino de
renovación que en esto ha encontrado una palabra; pero sobre todo como un punto
de partida y un trampolín para seguir en adelante.
Entonces, el desafío
que Francisco pone a la Iglesia, porque lo siente en el más profundo de su corazón
y de su mente y que brota de Dios, es de romper las dudas y de empezar el éxodo.
Es suficiente leer
la Ecclesiam Suam del Papa Pablo VI
para darse cuenta de cuanto quema esta urgencia, y también quedarse en la expresión
«duc in altum» de Juan Pablo II, que pronunció
al empezar el tercer milenio.[2]
Todo, en alguna
manera, está incluido en la descripción clara del misterio de la Iglesia que
encontramos en el Incipit de la Lumen Gentium: «La Iglesia es, en
Cristo, como el sacramento o sea el signo y el instrumento de la íntima unión
con Dios y de la unidad de todo el género humano».
Esta descripción
nos invita a mirar a la misión de la Iglesia con los ojos de Jesús, para con-formar
a Él la Iglesia.
No es cuestión de
la Iglesia como societas perfecta que
toma sus parámetros de comprensión de una figura de sociedad históricamente definida
una vez para siempre; no es simplemente una cuestión de relación entre el poder
spiritual y el poder temporal, en la óptica del proyecto histórico de la
cristiandad: se trata de mirar a la
Iglesia en la óptica del adviento del
Reino de Dios entre los hombre, cual levadura y sal que hacen presente en
la historia planetaria de la humanidad la fuente efusiva de la vida que no
muere, la vida que nace solo de Dios y solo en Dios se cumple.
Todo, en la
Iglesia, está a servicio de esto: la Palabra anunciada, los Sacramentos
celebrados, los “dones jerárquicos” y los “dones carismáticos”, el compromiso
social, cultural y político de los fieles laicos.
Se trata de ser
“signo” (de unión con Dios y de unidad entre los hermanos): o sea, en todas las
expresiones de la vida y de la misión de la Iglesia, a partir de la más pequeña
hasta la más universal, de vivir experiencias creíbles, porque antropológicamente
y socialmente significativas, de unión con Dios y de unidad entre los hermanos.
Se trata de
volverse – mediante una acción de anuncio y de testimonio que sea irradiación
coherente y fascinante de eso –, “instrumento” eficaz que desde adentro hace
fermentar y da sabor de “vida eterna” en Dios a la vida del mundo.
La Iglesia, pues,
«germen e inicio del Reino» – como enseña la Lumen Gentium –, la Iglesia que,
reviviendo hoy Cristo en la luz y en la fuerza del Espíritu, existe y obra no
por si, sino para el adviento del Reino de Dios.
Manteniendo
encendido y alimentando el deseo de “cielos nuevos y tierra nueva” en Dios cual
soplo de vida y de esperanza en el compromiso para la construcción histórica de
la libertad, de la justicia y de la fraternidad entre las personas y los
pueblos.
Y esto justo en el
mundo de hoy: en el cual el terrorismo, las persecuciones, la injusticia
social, la guerra, el hambre, la ideología tecnocrática y del beneficio, la crisis
del medio ambiente desfiguran el rostro de la familia humana y de la casa común
hasta el punto de poner en riesgo la existencia y el significado de la misma.
No es difícil
intuir como sea justamente la “idea” de Iglesia y de su misión según el corazón
de Jesús, que el Vaticano II ha puesto de manifiesto, la que late en lo
sentimientos y en los pensamientos, en las venas – diría – de Papa Francisco.
“Según el corazón
de Jesús”. No siempre se ha dado por sentado, y todavía no es así, que la Iglesia,
en todo, exprese la forma y el estilo de Jesús.
Porque fue siempre
sutil, y aún lo es, la tentación de pensar a la Iglesia, si, como heraldo del
Evangelio pero, en cuanto institución humana, por necesidad obligada a buscar
un acuerdo con la lógica del mundo (a nivel político, económico, cultural).
Así que, si el
Evangelio no conoce acuerdos, la Iglesia – desafortunadamente, se termina por
pensar que – es obligada a ceder algunos puntos… y no a motivo de la fragilidad
del humano, sino a causa de la necesidad de las cosas, la Realpolitik, para tener siempre los pies en el suelo.
No es por casualidad
que el Vaticano II, al n. 8 de la Lumen Gentium, identifica – sin confusión,
pero sin separación – la forma Christi y
la forma Ecclesiae, en la lógica de
la relación entre el Esposo y la Esposa.
El Concilio lo
dice tomando la lección de Francisco de Asís sobre la pobreza de Cristo como forma Ecclesiae.
Francisco: cuyo
nombre – por primera vez – un Papa quiso hacer suyo. Un signo: lleno de
significados e implicaciones.
Esto permite a
Papa Francisco, en particular, de interceptar en su significado crítico que hace época, un signo
de los tiempos que anuncia el hacerse camino de una re-paginación completa de
la situación mundial, y no solo a nivel geopolítico: las migraciones.
Es el “sexto
continente en movimiento”, como se ha dicho. Las palabras y los gestos de Papa
Francisco testimonian y proponen una mirada que sabe tomar el peso objetivo y
el significado determinante en el tomar las decisiones que es necesario poner
en acto, en sinergia a nivel político, económico, de protección de la casa común.
«Con los migrantes
y refugiados – escribe el politólogo Pasquale Ferrara – camina la historia, se
manifiestan los problemas no resueltos, las crisis, las contradicciones, las omisiones
y la responsabilidad de la política internacional».[3]
2. Cuatros
palabras para una Iglesia “en salida”
Esta “idea” de
Iglesia y de su misión enseñada por el Vaticano II que Papa Francisco hace
suya, significa en concreto tomar en clara evidencia y desarrollar con valor
algunas directrices de renovación y de reforma.
Estas, en manera
progresiva, no sin dificultad, se hayan poco a poco perfiladas en la autoconciencia
eclesial de las últimas décadas por medio del Magisterio de los Papas y de la
Conferencias Episcopales y han crecido como un sentir profundo en el camino del
Pueblo de Dios.
Lo que hoy Papa
Francisco está haciendo, al final, es de ponerlas juntas frente a nuestros
ojos, con determinación profética, con persuasión comunicativa, con incidencia
pastoral, como caminos por recorrer hasta el fondo.
Las quisiera
resumir en cuatros palabras que recorren con frecuencia en el lenguaje de Papa
Francisco y que iluminan sus gestos: misericordia,
sinodalidad, pobreza, encuentro.
a) Misericordia.
Es la primera palabra-clave que el Espíritu Santo nos dice por medio del
ministerio del Papa Francisco: el primado de la «medicina de la misericordia»,
para decirlo con Papa Juan XXIII. Se trata – dice Papa Francisco – de un
«proceso, desde años, en la Iglesia. Se puede ver que el Señor estaba pidiendo
de despertar en la Iglesia esta actitud…La misericordia es el misterio de
Dios».[4]
La misericordia, de
hecho, toma desde la fuente misma del misterio de Dios Padre que se derrama en Jesús
y en la efusión incesante del Espíritu Santo en la historia, y describe el
realismo, la capacidad de incidir y la profecía de la visión cristiana del
mundo.
Esa exprime la percepción
vital y transformadora que el Evangelio es el amor de Dios para el hombre, para
el hombre concreto, para el hombre como es y no come debería que ser según una teoría
abstracta, para acompañarlo a volverse lo que es llamado a ser en el designio
de Dios según la ley de la gradualidad.
La misericordia,
por tanto, es el prisma desde donde mirar y dar testimonio de la verdad de alegría
y de libertad del Evangelio. No significa poner entre paréntesis la verdad y la
justicia, al contrario! Significa encontrar su centro y comunicar su esencia: el amor!
Esta, al momento
justo, exige manifestar la belleza y la plenitud de la verdad: pero cuando esta
verdad, aunque en su vertiginosa altura, puede ser acogida, deseada y asumida.
Eso es posible solo
y siempre mediante la gracia de Dios que trabaja en el corazón de cada hombre.
El primado de la
misericordia es ante todo un crisol de purificación para la vida de la Iglesia
y para el discernimiento de los caminos de su misión. La Iglesia, de hecho,
renace cada día inmaculada por el lavacro del bautismo y por el sacrificio de
la Eucaristía, y transmite esta experiencia de gracia, por la cual es siempre
recreada por el Espíritu del Señor resucitado, en las mil formas de su actuar
en el amor al servicio del hombre: del perdón del pecado al cuidado de los que
sufren y de los emarginados, del compromiso por la justicia a la promoción del
bien común, hasta la caridad intelectual del pensamiento y de la cultura.
Aquí está la llave
de la exhortación apostólica Amoris
laetitia. No se trata de hacer descuentos sobre la verdad del llamado a la perfección
evangélica, sino de “hacerse uno” con cada persona para abrir con el amor,
desde el interior de cada situación, el camino que lleva a Dios según el propósito
del apóstol Pablo: «Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles;
me he hecho todo a todos, para salvar a toda costa a algunos» (1 Cor 9,22).[5]
Papa Francisco
habla de la Iglesia como «hospital de campo». Es una imagen que traduce el
estilo de Jesús expresado en la parábola del Buen Samaritano que Pablo VI hace
suya para expresar la intención del Vaticano II.
Estas sus
palabras: «La antigua historia del samaritano ha sido el paradigma de la
espiritualidad del Concilio (…) Ha reprobado los errores, sí, porque eso exige la
caridad, no menos que la verdad, pero, para las personas, sólo advertencia,
respeto y amor; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza (…) toda
esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus
debilidades, en todas sus necesidades»[6].
Frente a las
tragedias e a los enormes problemas que afligen a la humanidad de hoy, acaso no
es la del «hospital de campo» una imagen elocuente para decir el corazón de
madre de la Iglesia signo e instrumento, en Jesús, de la unión con Dios, en el hacer
su voluta, y de la proximidad a los hermanos?
Las heridas objeto
de cuidado, en este hospital, no son solo aquellas físicas y materiales, sino también
las que infectan el corazón, el alma, el espíritu, la inteligencia, la
voluntad.
Hablar de
«hospital de campo» hace intuir la gravedad de la situación en que vive la humanidad,
desgarrada por una guerra ideológica donde está en juego la verdad y la belleza
misma de la imagen de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer para reflejar
la vida de comunión fecunda de la Santísima Trinidad.
Hay que decir también
que la misericordia – interiorizada en la mente y en el corazón y transformada
en criterio de juicio y de acción – tiene que convertirse en contaminar con
realismo y visión, política, economía y derecho. Allí donde esto sucede, cambia
el rostro del mundo!
En campo político,
por ejemplo, la misericordia lleva a no considerar nunca nada y nadie como
definitivamente perdido, sino a permanecer abiertos a la más pequeña
posibilidad de cambio que se pueda intuir en cada situación, a la elasticidad
de las soluciones imprevisibles, al hacerse cargo de los conflictos para
transformarlos en anillo de una construcción común (cf Evangelii Gaudium, 227).
Hasta la
vertiginosa y escandalosa apertura evangélica a la fuerza históricamente más eficaz,
porque en ella actúa, por medio de la cruz de Cristo, la novedad de su Resurrección:
la fuerza del perdón, del amor al enemigo (cf Lc 6,27).
b) Sinodalidad: aquí está la
segunda palabra. «Sínodo es el nombre de
la Iglesia» – ha subrayado Francisco, citando Juan Crisóstomo, en el
discurso en ocasión del 50° aniversario de la institución del Sínodo de los
Obispos –, y dijo mejor: «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios
espera de la Iglesia del tercer milenio».
Esto significa:
que en la Iglesia, «como en una pirámide al revés, la cumbre se encuentra bajo
de la base»; y que la «única autoridad» es la de Jesús y es «la autoridad del
servicio»; que una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha: «escucha de
Dios, hasta oír junto a Él el grito del Pueblo; escucha del Pueblo, hasta
respirar en él la voluntad a la cual Dios nos llama».[7]
Se trata de
imaginar y recorrer los caminos para dar una encarnación también institucional,
en fidelidad a la Tradición, a la eclesiología de comunión y del Pueblo de Dios
del Vaticano II. No hay que ir con la mente, demasiado rápido o únicamente a la
cuestión canónica y a la práctica procedural de los sínodos diocesanos o provinciales
o de los Obispos. Sino de mirar a la sinodalidad como a un espíritu y a un
estilo penetrante y permanente de ser Iglesia: donde los discípulos de Jesús
“caminan juntos” entre los hombre para testimoniar la verdad, la belleza y la
fuerza del adviento del Reino de Dios.
Aquí se juega una prioridad
en la toma de conciencia y en el compromiso de toda la Iglesia: a partir de los
Obispos y de los presbíteros, que deben de poner en marcha y guiar el proceso.
En caso contrario el sujeto de la nueva etapa de la evangelización que estamos
llamados a vivir (cf Evangelii Gaudium 14) no despega. Este sujeto, de hecho,
es el entero Pueblo de Dios en su variedad y unidad, a través del cual Jesús
resucitado manifiesta y practica hoy su exousía,
su potencia y sabiduría de salvación.
La específica e indispensable
autoridad apostólica ejercida por los Pastores, debe ser puesta y ejercitada al
servicio de la manifestación de esta exousía
del Resucitado que se hace presente, en la Iglesia, en multíplices formas: en
el sensus fidei de los fieles, en los
dones carismáticos que la vivifican, en la competencia para las cosas
temporales de los laicos… La autoridad de los Pastores es la de promover, examinar,
guiar y orientar la exousía del
Resucitado en su manifestarse variado y convergente a través de los aportes irrenunciables
de todos los miembros y de todos los estrado de vida en el Pueblo de Dios.
Aquí está la sinodalidad! Es un proceso de
reforma – y, antes, de conversión spiritual – que requiere tiempo, paciencia,
compromiso de todos, formación.
Es suficiente
pensar a la figura de presbítero que este proceso y su perseverante orientación
exigen: no se improvisa un presbítero capaz, con sabiduría evangélica, con
capacidad de discernimiento, con autoridad de gobierno, de ser el alma y la guía
de este éxodo de una forma de pensar y construir la Iglesia a otra forma, según
la vocación del Pueblo de Dios. Y hacerlo en comunión con sus hermanos en el
presbiterio.
Un discurso
similar hay que hacerlo para la vida consagrada, los movimientos y las nuevas
comunidades, el laicado y las mujeres.
Hay mucho que
hacer, como ha dicho – con una punta de provocación – Papa Francisco en la carta
al Card. Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para America
Latina: «Recuerdo la famosa frase: “es la hora de los laicos”, pero parece que
el reloj se detuvo»![8]
Es comprometedor
caminar en esta dirección. Pero hay que confiar en Dios y en los dones que Él
ofrece generosamente en el Pueblo de Dios.
Si ha llegado la
hora de la sinodalidad, como dice el Papa, significa que el terreno está listo.
Hay que tener valor y prudencia, serenidad y decisión, previsión y supervisión.
c) Pobreza. Es la tercera
palabra que brota del magisterio y del testimonio de Papa Francisco: «quiero una Iglesia pobre para los pobres»
(EG 197). No es pauperismo: es la verdad del Evangelio, la forma Ecclesiae desde donde resplandece, vívida y luminosa, la forma Christi.
La opción por los
pobres – enseñaba Juan Pablo II – es «una forma especial de primado en el
ejercicio de la caridad cristiana, testimoniada por toda la Tradición de la
Iglesia»[9]. Esta opción – subrayaba
Benedicto XVI – «es implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se hizo
pobre para nosotros, para enriquecernos a través de su pobreza»[10].
También a este propósito,
es un signo y un mensaje preciso lo que nos ha llegado en el mismo momento en
que, elegido a la catedra de Pedro, Jorge Mario Bergoglio sintió en el corazón
el llamado de asumir este nombre: Francisco. En el Concilio se había hablado de
esto, con palabras vibrantes (Lumen
Gentium 8), pero al final, en manera todavía marginal. Mientras Pablo VI,
en la Ecclesiam Suam, al lado de la
caridad como calidad específica de la Iglesia en nuestro tiempo, había querido
marcar con fuerza justamente la pobreza.
Después del agudo
sufrimiento de la teología de la liberación, y todavía antes y en manera
decisiva a partir de la experiencia de sufrimiento y de compartir de toda la
Iglesia de America Latina (y no solamente), no casualmente del primer Papa
llegado “desde el fin del mundo”, a los cincuenta años del Concilio, este
mensaje todavía resuena claro y fuerte.
Pero de que
pobreza se trata? Fácil: la de la Iglesia “pobre” y “de los pobres”. Es decir
de la Iglesia que vive la “altísima pobreza” del corazón, de la mente, de los medios,
que la crucifica a la Cruz de su Señor: porque por El, a través de la Iglesia,
pueda brotar en el mundo la riqueza de la gracia de Dios. La pobreza que es don
de sí, amor. La pobreza que se vive en la vida de comunión de la SS.Sma
Trinidad, donde – como dice Jesús – , “omnia
mea tua sunt” (cfr. Lc 15, 31). La pobreza desde la cual resplandece la
gloria del Dios crucificado.
Pero no solamente
de la Iglesia que vive de y en esta pobreza, se trata, desenganchándose de cada
idolátrica seguridad de humano poder y riqueza, más bien de una Iglesia que
quiere y se hace Iglesia “de los pobres”.
O sea que vive con ellos, por ellos, en ellos: en cualquier lado el estigma de
la pobreza – material, moral, spiritual – afecta la carne, el rostro, el corazón
del hombre. Allí es el lugar de Cristo. Allí es el lugar de la Iglesia.
También bajo este
perfil la conversión y la reforma a partir del corazón están llamadas a
involucrar los estilos de vida, las estructuras, las aspiraciones, los metros
de juicios y los programas de la Iglesia en misión.
d) Encuentro. Papa Francisco al
final, en el surco de la Ecclesiam Suam
de Pablo VI, habla con frecuencia del diálogo como el camino decisivo del
anuncio del Evangelio.
Hablando a los
Obispos de los Estados Unidos dijo: «El diálogo es nuestro método, no por una
astuta estrategia, sino por fidelidad a Él que no se cansa nunca de pasar y re-pasar
en las plazas de los hombre hasta la undécima hora para proponer su invitación
de amor (Mt 20, 1-16). (…) No tengan miedo de cumplir el éxodo necesario para
cada dialogo autentico! De otro modo no es posible comprender las razones del
otro, ni entender hasta el fondo que el hermano por alcanzar y redimir, con la
fuerza y la proximidad del amor, cuenta más que las posiciones que juzgamos
lejanas de nuestras si bien auténticas, certezas».[11]
Estas palabras
expresan bien la conversión del corazón, de la mente y de estilo que se nos
pide. Y que viene del asumir el estilo sinodal y la actitud de misericordia que
cualifica la misión eclesial.
Pero Francisco
utiliza a menudo también otra palabra para decir la misma cosa, quizás con un
acento más rico y más concreto: “encuentro,
cultura del encuentro”. Encuentro, de hecho, dice que en el dialogo estamos
comprometidos con el otro, con el diverso, hacia el cual se sale para acercarnos
a él, para acogerlo, para descubrirlo, para caminar junto a él y hacer algo correcto
y bello juntos. Con la espera, el deseo, la alegría… aunque hay que poner en
cuenta desde el inicio, que del encuentro con el otro saldrán también algunas
heridas a nuestras seguridades, a nuestros acostumbrados puntos de vista. Pero
en un proceso de reciproco enriquecimiento, en el cual se termina por
sorprenderse de uno mismo y del otro… en la sorpresa de las sorpresas: que es
el amor de Dios para todos sus hijos!
El cristianismo,
al final de cuentas, es la religión que – contemplando a Dios que es Uno y
Trino y es Creador – afirma que: “es bien
que el otro sea!”. El Padre y el Hijo, el Creador y la creatura, el hombre
y la mujer, las diferentes culturas y tradiciones... la alteridad y la
diversidad, bien entendidas, no son el principio del relativo, sino del
relacional, no de la anarquía sino de la armonía en la riqueza y en la alegría
del Espíritu Santo. También aquí, no hay una clave para reformar la mirada y el
acción de la Iglesia y volverlos más conformes a la mirada y a la acción de Jesús?
Con un ejemplo
simple y claro, Papa Francisco dice: o se
construyen puentes o se inalzan muros! tertium non datur. Es este el
principio práctico – psicológicamente y espiritualmente flagrante – de la antropología
y de la sociología cristiana en cuanto son, por definición, esencialmente y proféticamente
trinitarias.
Tampoco es el caso
de subrayar cuanto este principio sea revolucionario – del punto de vista
religioso, pero también cultural, social, político y económico – para la contribución
decisiva que la Iglesia está llamada a ofrecer, siguiendo la Gaudium et Spes y la doctrina social de
la Iglesia, desde la Populorum Progressio
de Pablo VI, pasando por la Caritas in
Veritate de Benedicto XVI hasta la Laudato
Si de Francisco, al fin de determinar las lineas-guias para el cambio de
paradigma cultural total en cuya gestación hoy está comprometida la humanidad
entera, sin posibilidad de prórroga.
Un paradigma que
debe cambiar la manera de imaginar y de gestionar las relaciones sociales, políticas,
económicas con una mirada que nace de los pobres, de los emarginados, de los
descartados, de las periferias geográficas y existenciales, y de guiar y
plasmar el desarrollo tecnico-scientifico según una lógica determinada por el
cuidado de la “casa común”.
Sin olvidar que la
cuestión hoy decisiva, como recuerda Edgar Morin, es la de “repensar el
pensamiento”[12].
La cultura de inspiración cristiana y el genio pedagógico que inspira la
Iglesia Católica no pueden quedarse al margen, ni deben jugar solamente de
remesa en esta empresa decisiva. Se necesita una fe resuelta en la
potencialidad humanística sin iguales del Evangelio, asunción responsable de
una extraordinaria heredad de pensamiento y de acción, lucidez de visión y valor
de emprender con responsabilidad y guiados por el Espíritu Santo, caminos
nuevos y conformes al kairós de Dios
en nuestro hoy.
Conclusión
Misericordia, sinodalidad, pobreza, encuentro. Son palabras que
nos invitan a un examen de conciencia y a un salto de calidad.
«La reforma de la
Iglesia – dijo Papa Francisco – es ajena del pelagianismo. Ella no se agota en
el enésimo plan para cambiar las estructuras. Significa, en cambio, ponerse y
radicarse en Cristo dejándose guiar por el Espíritu. Entonces todo será posible
con genio y creatividad».[13]
En la homilía de
la Santa Misa celebrada con los Cardinales después de su elección a la catedra
de Pedro, el 14 marzo 2013 en la Capilla Sixtina, Papa Francisco, inspirado por
la Palabra de Dios proclamada en la liturgia, ha evidenciado tres verbos de
«movimiento»: «caminar, edificar, confesar».
Y concluía: «Que
todos (…) tengamos el valor de caminar
en la presencia del Señor, con la Cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, que ha sido
derramado en la Cruz; y de confesar
la única gloria: Cristo Crucificado. Así la Iglesia irá adelante».
Piero
Coda
[1] Papa Benedetto XVI, Discorso ai membri della Curia e della
Prelatura Romana per la presentazione degli auguri natalizi, 22 dicembre
2005.
[2] Cfr. Papa Giovanni Paolo II,
Lettera apostolica Novo millenio ineunte,
6 gennaio 2001, n. 1.
[3] P. Ferrara, Il mondo di Francesco, cit., p. 90.
[4] Papa Francesco, Dialogo con i Vescovi della Polonia
(Krakow, 27 luglio 2016), 02.08.2016.
[5] Cfr. Discorso ai rappresentanti
del V Congresso nazionale della Chiesa italiana, cit.
[6] Papa Pablo VI, allocuzione…
[7] Papa Francesco, Discorso in
occasione del 50°…
[8] Papa Francesco, Lettera al
Cardinal Marc Ouellet, 19 marzo 2016.
[9] Papa Juan Pablo II, Lettera
Enciclica Sollicitudo rei socialis, 30 dicembre 1987, n. 42.
[10] Papa Benedicto XVI, Discorso alla
Sessione inaugurale della V Conferenza Generale dell’Episcopato Latinoamericano
e dei Caraibi, Aparecida 13 maggio 2007.
[11] Washington
D.C. 23 settembre 2015.
[12] Cfr E. Morin,
La tete bien faite.. La
testa bene fatta. Riforma dell’insegnamento e riforma del pensiero, 2000.
[13] Papa Francesco, Discorso in
occasione del 50° anniversario dell’istituzione del Sinodo dei Vescovi, cit.
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